Pintura y Catástrofe: una visión finisecular

Por Rita Eder 2003

Enrique Estrada cultiva la pintura de historia y la historia de la pintura como un recurso para construir imágenes que se desplazan por una concepción espacial rica en texturas y tonalidades. Ese espacio que crea el pintor y que bien puede llamarse dramático, no sólo por su preferencia tenebrista, sino también por su tendencia a crear un clima ominoso aún en sus paisajes, es muchas veces el escenario de una figuración crítica. Su propósito no es el de un discurso moralizante inmediato; los cuerpos hieráticos y los inequívocos rostros transidos de la rigidez que sobre ellos imprime, posiblemente, la soberbia inflada por el poder conforman una iconografía novedosa, que puede leerse desde una tradición intelectual rica que reflexiona sobre la historia de México. El tema -frecuentemente héroes y villanos que emergen de la Revolución de 1910- es para este artista sólo el punto de partida que permite la elocuencia de valores plásticos construidos obsesivamente. La relación entre los fondos, los amplios planos abstractos y el lugar contenido de la figura es ejemplo de composiciones bien meditadas que conjugan distintos lenguajes pictóricos. Esta síntesis, preocupada por encontrar las formas que hagan visible una determinada concepción del humanismo crítico, termina por involucrarse -o quizá deba decir fascinarse- por la esencia de la pintura misma; su sensualidad y su drama, que toman cuerpo en la tela, estructuran una muy singular complicidad entre la pincelada y la mirada del artista.

Diversos son los temas y géneros que han interesado a Enrique Estrada. Entre ellos destacan los históricos; pero también se ha ocupado de las escenas de mendigos o lisiados que fueron frecuentes en la obra de los grandes maestros del barroco español y holandés. Es posible que Estrada encuentre afinidades entre contextos tan aparentemente opuestos como lo son el poder y la miseria: ambos son sujetos que se presentan a cuidadosos estudios de carácter más que a la necesidad de describir la esencia moral de los personajes. Buen retratista, Estrada ha innovado en este género en virtud de su ironía y buen oficio. En sus retratos parte de algunas convenciones de la fotografía.

Muchos de ellos son, en efecto, reinterpretaciones de géneros fotográficos de fin de siglo; como en éstos, construye telones y paisajes y con un sofisticado tromp l’oeil, introduce una distancia entre fondo y figura y logra composiciones que destacan por su compleja sensibilidad hiperrealista. Esto nos lleva a ver en estas obras el extraño encuentro de un elaborado paisaje con personajes que no parecen pertenecer a ese entorno; sus creaciones se convierten así, dadas las contradicciones, en piezas de una gran ambigüedad compositiva, que enriquece su concepción del retrato.

Sus personajes históricos tienen una intención pictórica distinta a la de los retratos; si para éstos prepara un ambiente luminoso e idealizado, para los primeros escoge una atmósfera de fuertes contrastes y una cuidadosa estructura geométrica que nos recuerda que estamos dentro de la prisión de la imagen que es el espacio pictórico.

Estrada crea para sus personajes el escenario de la gran pintura; sus protagonistas son teatrales en su vestimenta, en los objetos que el artista ha escogido para rodearlos y en sus expresiones. Los rostros como, como máscaras, destacan sobre el fondo oscuro del que emergen.

Porfirio Díaz, Victoriano Huerta, Plutarco Elías Calles y Gustavo Díaz Ordaz son personificaciones negativas y autoritarias; representan las fuerzas del poder en cuanto concepción deshumanizada.

Formalmente, Estrada se interesa por Bacon; el artista irlandés es quien mejor expresa la desarticulación e lo humano a partir de figuras desintegradas que se disuelven en distorsiones. El clima general de sus cuadros provoca en el espectador un sentimiento de malestar, ya que sus imágenes oscilan entre la anatomía humana y su metamorfosis en criaturas monstruosas.

Las muertes ya ha dicho Andrés de Luna sobre Enrique Estrada, ocupan su imaginación y su pintura hace referencia a los muertos de la Revolución, pero también a los el 68; están ahí claramente interpretados como figuras trágicas dentro de sus ataúdes o simplemente como en el «Paisaje de Zapatistas», en el que están ausentes los personajes y sólo queda la huella de las balas y el polvo.

A Estrada le atrae la gran pintura del pasado y el cómo pensarla desde el siglo XX; le interesa señalar la relación el artista frente a sus vivencias del acontecer en el mundo y cómo conciliar contenido con forma, significado con textura.

Actualmente combina su preocupación ante los nuevos holocaustos de fin de siglo con su redescubrimiento del arte griego. Sus últimas pinturas son producto de una reflexión sobre la pintura que ha iniciado a partir de un viaje a Grecia en el que fija la atención sobre la escultura clásica y sus formas admirablemente concebidas.

Le atrae de ella su color antiguo y su pátina. Aparecen en sus cuadros recientes representaciones de esculturas que se funden con el paisaje desértico, donde el color de la arena parece invadirlo todo pero el goce estético es interrumpido por una explosión colorida como presagio de muerte, recuerdo de aniquilación que se materializa en un elaborado espacio que amenaza el concepto de civilización encarnado en los cuerpos de mármol.

Estrada sostiene un permanente diálogo entre sus concepciones estéticas y su incorporación expresiva de la violencia en sus distintas manifestaciones: la muerte, la ejecución, la guerra y el ecocidio y, en medio de todo, su voluntad de seguir en la pintura, de reflejarse en la luz de su oficio cultivado cuidadosamente como elaborada síntesis de materia y signo.